¿Por qué el canto de un pájaro puede bajar tu presión arterial?
- LAURA MANNUCCI
- 27 jul
- 4 Min. de lectura
La ciencia nos dice algo que el cuerpo ya sabía, unos minutos escuchando agua o pájaros cambian la química del estrés. La ansiedad afloja. Esa hipervigilancia que nos acompaña en las ciudades se calma. No es casualidad. Es tu cerebro primitivo reconociendo, "Este lugar es seguro."
Los pájaros solo cantan cuando no hay depredadores cerca. Cuando se sienten seguros. Si algo los asusta, cambian a sonidos de alerta, pero cuando todo está tranquilo, su melodía llega directo al sistema nervioso, como un susurro que dice, aquí puedes descansar.
Hay algo muy antiguo en nosotros que reconoce el canto de los pájaros como código de seguridad. Como si nuestro cuerpo tuviera una sabiduría que entiende, sin pensar, este lugar es refugio.
El mar hace algo parecido. Es ruido blanco natural. Llena todas las frecuencias del sonido de manera pareja. Como una mantita suave que cubre los ruidos que nos ponen nerviosos.
Las olas activan ondas alfa en la corteza cerebral. Esas que aparecen cuando meditamos, cuando estamos tranquilos. El mar nos pone en modo descanso sin que tengamos que hacer nada.
El ritmo de las olas imita el de nuestra respiración cuando estamos en calma. El de nuestro corazón cuando no está corriendo. Es coherencia cardíaca. Como cuando un bebé se regula al escuchar el latido familiar del pecho de su mamá, nuestro cuerpo reconoce en el agua su propio ritmo de seguridad.
En terapia, combino las herramientas clínicas tradicionales con intervenciones naturales. Ambas son necesarias. Los sonidos del agua bajan la presión arterial. Reducen los latidos acelerados. Disminuyen las hormonas del estrés. Como si el cuerpo recordara que no todo es emergencia, y es desde la calma que podemos explorar como seguir.
Desde el estrés diario hasta la depresión clínica, los síntomas mejoran con la exposición a sonidos naturales. Especialmente cuando son varios pájaros conversando entre ellos. Para quienes aún no tienen fuerzas para estar entre personas, estos coros ofrecen algo fundamental, la sensación de comunidad sin la exigencia social. El cuerpo necesita recordar que la conexión es posible.
Los cantos suaves y con matices nos calman más. Los que tienen melodía, armonía. Los que suenan a conversación, no a grito. Necesitamos música, no solo ruido.
El océano restaura la atención. Cuando la mente está agotada de tanto pensar, de tanto decidir, el agua la devuelve a un estado de claridad. Sin esfuerzo.
No solo mejora la calidad del día, sino también nuestro descanso nocturno. Ese ruido constante que tapa los ruidos de fondo facilita la conciliación del sueño, estimula la producción de melatonina. Como un ambiente auditivo seguro que le avisa al cuerpo que ya puede soltar.
Del mismo modo que el canto de un gorrión puede bajar la presión arterial. Reducir el estrés. Como si el cuerpo entendiera que ese sonido significa que todo está bien por ahora. No son soluciones definitivas , no nos curan ni reemplazan otros tratamientos, pero nos ayudan.
Son recursos gratuitos que la naturaleza nos ofrece. Cuando dirigimos nuestra atención hacia estos sonidos, nos ayudan a regular el cortisol. Esa hormona del estrés que nos mantiene en alerta constante.
Estar cerca del agua o solo escucharla también genera beneficios para la salud mental. Los espacios azules activan la respuesta de calma del nervio vago. Nos ayuda a notar que existe la inmensidad , que hay espacio.
El agua activa el sistema nervioso parasimpático. El que nos ayuda a relajarnos. A diferencia de los ruidos súbitos que nos ponen en alerta, el agua nos dice que estamos a salvo.
Ver un pájaro, escucharlo, mejora nuestra disposición anímica. Aunque sea en la ciudad, aunque sea por un momento. Nos acerca a la idea de la vida que no se rinde.
El sonido del mar libera dopamina y oxitocina. La misma oxitocina que se libera cuando alguien nos abraza con cariño. Esas sustancias que nos hacen sentir bien, que reducen el estrés y nos traen esa sensación de estar acompañados.
Durante milenios de evolución, los humanos vivimos cerca del agua para sobrevivir. Ríos, lagos, costas eran sinónimo de vida. Por eso nuestro cerebro primitivo reconoce esos sonidos como hogar. Como pertenencia evolutiva.
Podemos decir , muy bien todo , pero no vivimos en un contexto donde siempre sea vacaciones, es cierto, pero no hace falta mudarse a la playa. Ni ponerse auriculares todo el día para escapar del mundo.
Pero sí podemos elegir. Escuchar conscientemente qué nos rodea. Notar cuándo los sonidos nos tensan y cuándo nos calman.
A veces es abrir la ventana para que entre el canto de un gorrión. A veces es el sonido del agua de la canilla mientras lavamos los platos. A veces es buscar cinco minutos de sonidos de lluvia en un video cuando el día se volvió demasiado.
Es encontrar el equilibrio. Entre estar presente en el mundo real, con sus ruidos y sus urgencias. Y darnos momentos donde nuestro sistema nervioso puede recordar cómo se siente la calma.
A veces llevamos tanto en el cuerpo, el cansancio que se acumula, malestares que van y vienen, esas injusticias pequeñas del día a día, la preocupación constante por llegar a fin de mes, que pensamos que la vida es solo aguantar ruido.
Nuestro cuerpo busca calma como puede. A veces es con un trago de más, o comiendo sin parar, o scrolleando el teléfono hasta las tres de la mañana. Todo eso actúa sobre el sistema nervioso, trata de regularnos, de traernos un alivio rápido.
Un pájaro cantando no nos resuelve la cuenta corriente en el banco, ni el trabajo que nos agobia, ni ese pensamiento que aparece cuando apoyamos la cabeza en la almohada. Pero puede tocar esas mismas zonas del sistema nervioso que buscan calma, de una manera más gentil.
Es aprender cuándo nuestro cuerpo necesita silencio. O mejor, cuándo necesita esos sonidos que nos traen de vuelta a casa.
Laura Mannucci, Psicóloga

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